domingo, 20 de noviembre de 2011

Cumpleaños.

Por suerte o por desgracia, tengo una familia muy numerosa. No me refiero a aquella con la que convivo a diario, puesto que en casa solo somos padre, hija desviada y espíritu santo de género femenino que tira del carro y de los dos cabestros anteriores. Pero sí tengo tíos y primos a raudales, y además me podría forrar si los vendiera como esclavos porque son de lo más variopintos dentro del pijerío de los burguesitos cuyo acto de rebeldía "juvenil" consiste en tener un grupo de música. Son muy currantes y no se quejan de nada. Eso sí, son bastante peperos y los que van de izquierdas es por pura hipocresía (aunque se les quita rápido con un par de latigazos, no vais a conseguir que os rebaje el precio por eso.).

Debido a esa familia numerosa, que creo roza la treintena, siempre hay alguien que cumple años en todos los meses y como son tan de rollito happiness y todos nos queremos, nos juntamos en la casa del pueblo a celebrar la fiesta de cumpleaños del pobre desdichado de turno. Y ojo, que no se olvidan. Anda que no habré intentado yo veces ningunear la fecha en que me tocaba a mí pasar por la tarta de la vergüenza...

Total, que en esas celebraciones nos juntamos y nos asamos de calor en la sala que, aunque grande, no está preparada para semejante marabunta generadora del infernal ruido que reina en la casa debido a las conversaciones, que tanto en machos como hembras acostumbran a ser cuadriculadas. Los hombres siempre hablan de música, no se cansan y el tema parece sempiterno. Caso similar el de las mujeres, que cuentan sus batallitas sucedidas en Facebook, su trabajo o cosas de casa (bueno, al menos hay ligeras variaciones). Mientras tanto, los niños, filas entre las que me encuentro, nos recluimos en una habitación al otro extremo de la vivienda para jugar a las mismas tonterías de siempre, pero de las que no nos cansamos. Nos quejamos de la rutina, cuando el hecho de quejarnos de la susodicha ya la compone... en fin, eso es harina de otro costal.

Estas fiestas por lo general tienen sus más y sus menos. El primero de sus menos es el que se acontece antes de la fecha fijada para celebrarlas. Me refiero a comprar regalos. ¿Qué coño le regalas a alguien que tiene de todo y que no cueste más de 30€? generalmente, solemos contribuir a un regalo común para quitarnos de historias. Aunque eso es lo que hacen todos. Yo no he estado presente, pero apuesto mi vida a que se acontecen terribles y sangrientas batallas por participar en el regalo común y ahorrarse el ir a buscar algo por los dominios de los centros comerciales. Seguro que llueven hostias y dientes. Me resulta muy fácil imaginar la escena y por mera, felina y morbosa curiosidad me gustaría poder presenciarla algún día (ahora, desde algún lugar seguro. Que se abran cabezas a base de golpes con las esquinas de la caja portadora del regalo, pero preferentemente no la mía.).

Punto número dos: el viaje. Valdeporrillo estará... no sé, como a tres cuartos de hora desde donde vivo. Tiempo suficiente como para que de un palo horroroso pagar 3€ de billete de autobús. No, no tenemos coche, te lo digo antes que preguntes. Por ello, los abuelos nos llevan en su súper coche con su mega ambientador de pino colocado para disuadir a cualquier ladrón de tratar de mangarles la radio. De verdad, no os imagináis el poder que tiene esa cosa, es que ni alarmas ni mierdas, poned un ambientador de pino. El slogan de Ambipur sebería ser "AmbiPur de pino, el Destructor de Pituitarias" o algo por el estilo. Aparte de la jodedumbre que produce el susodicho liquidito, a servidora le toca ir en el medio entre Padre y Espíritu Santo, más acalorada que la leche. Entonces, nos ponemos en marcha. La Yaya toa happy (y pesada) que nos cuenta toda su vida y el Yayo to' borde que la manda callar y además está caracterizado por un volantazo duro. Resultado: cascos antisociabilización al rescate. Y ya salvada de las charlitas insustanciales me digo: "pues vamos a mirar por la ventanilla, a ver el paisaje". Paisaje que tras el deslumbrante (y digo deslumbrante en sentido literal) túnel de la M-30, se convierte en un baldío casi interminable. De hecho, yo no lo he visto terminar, puesto que la parcela de la casa está más seca y yerma que la vagina de una amargada que yo me sé.

Y llegamos al punto tres y el que yo diría que me jode más de todos: la hora de la cena. En estas fiestas se organiza una macrocena (bueno, en función de lo tacaño que sea el del cumpleaños) que a duras penas cabe en la única mesa que tenemos. Eso significa que es conveniente apostarse lo antes posible frente los alimentos y ahorrarse las bendiciones para momentos menos críticos. Como animal previsor que soy, no me muevo de al lado de la mesa en todo momento. Vamos, como si estuviera pariendo la pobrecilla. Total, que se abre la veda y podemos comer. Gracias al plan divino de Dios, soy un tapón que a penas llega al metro sesenta, lo cual es una desventaja porque ¡Oh!¡Sorpresa!, cuando hay que apoyarse en alguien para poder acceder a la comida se forma una cola gigantesca para usarme a mí como báculo de su vejez o más bien ese morro plano y negro de tanto pisotearlo que tienen. Algunos me hacen una caricia en la cabeza para disimular, mientras que otros me preguntan algo mientras acceden al ansiado alimento (y claro, cuando ya lo tienen se la suda mi respuesta a la pregunta, por lo que me dejan con la palabra en la boca) y otros diréctamente se apoyan descaradamente en mis hombros sin decir nada o comentando algo del tipo: "A ver...", porque no tienen la hombría suficiente como para decirme: "A ver, que te voy a utilizar.". Al final, aun estando en primera fila, acabo muriéndome de hambre por culpa de los tiranosaurios que sobrepasan el metro ochenta con los que me ha tocado estar emparentada.

Podría quejarme de más cosas, como las cancioncillas en las que cada cual va al tono que más le apetece (y luego son músicos ¿eh? cuidao) pero no me apetece, creo que ya he vuelto a despotricar más de la cuenta y me voy a quedar sin cosas de las que quejarme para Navidad.

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